Fragmentos de la Mística Ciudad de Dios:
con las obras de sus heroicas virtudes nos
diese las primeras lecciones de la vida cristiana y
espiritual y nos enseñase a pelear y vencer en sus
victorias, habiendo quebrantado primero con ellas las
fuerzas de estos comunes enemigos, para que nuestra
flaqueza los hallase más debilitados, si no queríamos
entregarnos a ellos y restituírselas con nuestra propia
voluntad.
Y no obstante que Su Majestad en cuanto Dios
era superior infinitamente al demonio y en cuanto
hombre tampoco tenía dolo ni pecado (1 Pe 2,22) sino
suma santidad y señorío sobre todas las criaturas, quiso
como hombre santo y justo vencer los vicios y a su autor,
ofreciendo su humanidad santísima al conflicto de la
tentación disimulando para esto la superioridad que
tenía a los enemigos invisibles.
Prosiguió Cristo nuestro Señor desde el Río Jordán
su camino al desierto, sin detenerse en él, después que
se despidió del Bautista, y solos le asistieron y
acompañaron los Ángeles, que como a su Rey y Señor le
servían y veneraban con cánticos de loores divinos por
las obras que iba ejecutando en remedio de la humana
naturaleza. Llegó al puesto que en su voluntad llevaba
prevenido, que era un despoblado entre algunos riscos y
peñas secas, y entre ellas estaba una caverna o cueva
muy oculta donde hizo alto y la eligió por su posada para
los días de su santo ayuno.
Postróse en tierra con
profundísima humildad y pegóse con ella, que era
siempre el proemio de que usaban Su Majestad y la
beatísima Madre para comenzar a orar; confesó al Eterno
Padre y le dio gracias por las obras de su divina diestra y
haberle dado por su beneplácito aquel puesto y soledad
acomodado para su retiro, y al mismo desierto agradeció
en su modo, con aceptarle, el haberle recibido para
guardarle escondido del mundo el tiempo que convenía
lo estuviese. Continuó Su Majestad la oración puesto en
forma de cruz, y ésta fue la más repetida ocupación que
en el desierto tuvo, pidiendo al Eterno Padre por la
salvación humana, y algunas veces en estas peticiones
sudaba sangre, por la razón que diré cuando llegue a la
oración del huerto.
Comenzó Su Majestad el ayuno sin comer cosa alguna
por los cuarenta días que perseveró en él, y le ofreció al
eterno Padre para recompensa de los desórdenes y vicios
que los hombres habían de cometer con el de la gula,
aunque tan vil y abatido pero muy admitido y aun
honrado en el mundo a cara descubierta; y al modo que
Cristo nuestro Señor venció este vicio, venció todos los
demás y recompensó las injurias que con ellos recibía el
supremo Legislador y Juez de los hombres.
Y según la inteligencia que se me ha dado, para entrar nuestro
Salvador en el oficio de predicador y maestro y para
hacer el de Medianero y Redentor acerca del Padre, fue
venciendo todos los vicios de los mortales y
recompensando sus ofensas con el ejercicio de las
virtudes tan contrarias al mundo, que con el ayuno recompensó
nuestra gula, y aunque esto hizo por toda su vida
santísima con su ardentísima caridad, pero
especialmente destinó sus obras de infinito valor para
este fin mientras ayunó en el desierto.
Y como un amoroso padre de muchos hijos que han
cometido todos grandes delitos, por los cuales merecían
horrendos castigos, va ofreciendo su hacienda para
satisfacer por todos y reservar a los hijos delincuentes de
la pena que debían recibir, así nuestro amoroso Padre y
Hermano Jesús pagaba nuestras deudas y satisfacía por
ellas: singularmente, en recompensa de nuestra soberbia
ofreció su profundísima humildad; por nuestra avaricia, la
pobreza voluntaria y desnudez de todo lo que era propio
suyo; por las torpes delicias de los hombres ofreció su
penitencia y aspereza, y por la ira y venganza, su
mansedumbre y caridad con los enemigos; por nuestra
pereza y tardanza, su diligentísima solicitud, y por las
falsedades de los hombres y sus envidias ofreció en
recompensa la candidísima y columbina sinceridad,
verdad y dulzura de su amor y trato.
Y a este modo iba aplacando el justo Juez y solicitando el perdón para los
hijos bastardos inobedientes, y no sólo les alcanzó el
perdón sino que les mereció nueva gracia, dones y
auxilios, para que con ellos mereciésemos su eterna
compañía y la vista de su Padre y suya, en la
participación y herencia de su gloria por toda la
eternidad.
Mientras nuestro Salvador estuvo en el desierto
hacía cada día trescientas genuflexiones y postraciones y
otras tantas hacía la Reina Madre en su oratorio, y el
tiempo que le restaba le ocupaba de ordinario en hacer
cánticos con los Ángeles, como dije en el capítulo pasado.
Y en esta imitación de Cristo nuestro
Señor cooperó la divina Reina a todas las oraciones e
impetraciones que hizo el Salvador y alcanzó las mismas
victorias de los vicios y respectivamente los recompensó
con sus heroicas virtudes y con los triunfos que ganó con
ellas; de manera que si Cristo como Redentor nos
mereció tantos bienes y recompensó y pagó nuestras
deudas condignísimamente, María santísima como su
coadjutora y Madre nuestra interpuso su misericordiosa
intercesión con él y fue medianera cuanto era posible a
pura criatura.
Salmo 91(90):1
Oración para la Cura Interna
Señor Jesús, viniste para curar
Nuestros corazones heridos y afligidos.
Te imploro que cures los tormentos que
Causan anxiedad en mi corazón;
Te ruego en un modo particular,
que cures a Todos quienes son la causa del pecado.
Te ruego que entres en mi vida
Y me cures de todos los daños psicológicos
Que me golpearon en mis primeros años
Y de las injurias que me causaron
A través de mi vida.
Señor Jesús, Tu conoces mis pesares,
Los cuales los deposito todos en tu Buen Corazón Pastoral.
Te imploro - por los méritos de esa gran
y abierta herida en Tu corazón, que cures
las pequeñas heridas que son mias.
Sana el dolor de mis memorias,
Para que nada de lo que ma pasado
Me hará permanecer en dolor y angustia,
Lleno de anxiedad.
Sana, Oh Señor, Todas estas heridas
Que han sido la causa de todo
el mal arraigado en mi vida.
Quiero perdonar a todos aquellos que
me han ofendido.
Mira a esos moretones interiores
Los cuales me hacen incapaz de perdonar.
Tu quien viniste para perdonar a los afligidos del corazón,
Por favor, sana a mi propio corazón.
Sana, mi Señor Jesús, esas heridas íntimas
Que me causan mi dolencia física.
Te ofrezco mi corazón.
Acéptalo, Señor, purificalo y otórgame
Los Sentimientos de tu Divino Corazón.
Ayúdame a ser manso y humilde.
Sáname, Oh Señor,
Del dolor causado por la muerte
De mis seres queridos, el cual me oprime.
Permítame restaurar my paz y alegría
En el conocimiento que Tu eres
La Resurrección y la Vida.
Hazme un testigo auténtico
de Tu Resurrección,
Tu Victoria sobre el pecado y la muerte,
Tu viva presencia entre nosotros.
Amén
Oración por el Padre Gabriele Amorth de su libro Un Exorcista Cuenta Su Historia, Apéndice: Oraciones de Liberación; Ignatius Press; 1990
Todos estos fragmentos son de la Ciudad Mística de Dios de la Hermana María de Jesús de Agreda, manifestadas por Nuestra Señora
La Cuaresma - 40 Días en el Desierto - Jesucristo adquiere nuestros vicios para fortalecernos y sanarnos
Este sitio está dedicado a Nuestro Señor Jesucristo
en la Santísima Virgen María
para la Gloria de Dios
se imparta (28 de Octubre, 2013)
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